Mi amiga Hortensia dice que hace
unos días habló del horóscopo, de la esperanza depositada en una predicción de
dudosa solidez.
Mi tía que ya lleva unos cuantos
años criando malvas, cuando era una joven con toda la vida por delante vivía en
casa de sus tíos con su madre viuda. Una casa grande, espaciosa y con una
inmensa terraza que, a falta en aquellos años de los diseños suecos, estaba decorada
al uso de la época, con macetas y jaulas de pájaros por todos lados. Y
siguiendo los usos de la época también, su existencia seguía los vaivenes
propios de las muchachas de su edad, y de los tiempos de apreturas y escaseces.
Será porque su madre era
especialmente severa o porque considerase que mi tía tenía cierta tendencia a
la ligereza de cascos o era inocente o, peor aún, la considerase tonta de
remate, la sometía a un control estricto sobre su vida social, sus entradas y
salidas, y, como no, la peligrosa, pero inevitable, relación con el sexo
opuesto.
Ella, una chica alegre y
vivaracha, se asfixiaba con una madre adusta y autoritaria, con ligereza en
sacar la mano a pasear, refugiándose en su tío, más templado, y en su tía tan
opuesta a su hermana como la noche y el día.
Mi tía no deseaba ser la nueva
Pasionaria, ni reivindicar el amor libre, ella era tan tradicional como la que
más, sólo quería echarse novio formal, casarse y crear una familia de lo más
convencional, pero ninguno de los candidatos cumplía los requisitos o llegaba a
buen puerto, y entonces empezó a pensar que algo estaba pasando al margen de
sus cualidades como fémina.
Cuando subía a cuidar el pequeño
jardín de la terraza, su tía le repetía, sonriendo, la misma letanía: “hortensia en casa, niña que no se casa”,
y ¡cuántas hortensias tenía esa terraza!. Cada día como un machacón mantra se
repetía mi tía el dichoso chascarrillo, y sin poder encontrar otra explicación
razonable a su falta de éxito en la búsqueda de marido, dedujo que toda la
culpa era de las malvadas plantas que estaban lanzando un embrujo que frenaba
su objetivo vital.
Así que una vez hallada la fuente
de sus desvelos, elaboró el plan para acabar con ellas, lenta, inexorablemente,
sin compasión.
Se ofreció voluntaria para subir
todos los días a cuidar el jardín, y
mantuvo a las pobres hortensias a dieta hídrica estricta.
Aunque son unas plantas
resistentes, no hay ser vivo que resista sin beber durante tanto tiempo y una a
una fueron cayendo, ante el asombro de la madre y la tía que no comprendían qué
estaba pasando. Cuando la última murió, mi tía descansó tranquila, sin remordimientos,
ya que su meta era mucho más importante y elevada que unos míseros vegetales.
Y se obró el milagro, porque
meses después se ennovió con un muchacho, se comprometió y, pasado un tiempo,
se casó finalmente.
No sé si sobra decir que la
muerte de las hortensias fue gratuita y evitable, porque en nada contribuyó a
los acontecimientos posteriores, pero esto no es del todo verdad, claro que las
hortensias no impiden que las niñas de la casa se casen, pero a mi tía, acabar
con ellas le hizo creer que se liberaba de un supuesto gafe, mal de ojo,
impedimento mágico que realmente sólo estaba en su cabeza y le otorgó seguridad,
confianza y aplomo en la consecución de su objetivo. Al igual que lo hace nuestro
amuleto de la suerte, o nuestro número mágico o el rito de hacer algo siempre
de la misma manera.
Todos tenemos estos pequeños
enganches, pensamientos mágicos tan consoladores y que realmente nos ayudan,
siempre y cuando los mantengamos a raya, no tomen el control de nuestras vidas
y seamos sus esclavos.
Muchos años más tarde, estaba con mi tía en su pequeño jardín, rodeada
de hortensias que cuidaba con mimo y, al repetir sonriendo la invocación, nos
prohibió terminantemente a mis primas y a mí acercarnos a ellas.