Mi amiga Hortensia dice que
existen muchas especies en peligro de extinción, casi todas ellas animales,
aunque hay algunas que son humanas.
Pequeños especímenes que están al
borde de la desaparición, que han ido escaseando desde que el mundo es mundo
hasta convertirse en raros, difíciles de encontrar en estado salvaje, en su
hábitat y que han requerido, por parte de algunos intrépidos, medidas
extraordinarias como la cría en cautividad para su posterior reinserción en su
entorno natural. Seguro que a todos se nos ocurren unas cuantas, pero yo
quisiera poner el foco en dos de ellas.
Los escuchadores es una de las especies que más peligro corren hoy
en día. Su población fue disminuyendo conforme el entorno fue infravalorando la
atención al otro y el aprendizaje, poniendo en un pedestal el egocentrismo más
recalcitrante. Ahora mismo, existen granjas en las que se enseña a personas con
ciertas cualidades, a escuchar, lo cual supone, en muchos casos, un
desaprendizaje previo, limar muchos malos hábitos, para sentar las bases
sólidas de lo que serán los grandes escuchadores
del futuro. Algunos de ellos se dedican profesionalmente a ello y, además, enseñan los rudimentos a otros humanos, concienciados de la necesidad de no
perder tan ancestral habilidad.
Pero los que más me interesan a
mí, son los que están en estado salvaje, por ser los más infrecuentes. Pasan
desapercibidos, ya que sus cualidades, a veces extraordinarias, no están de
moda. Yo, que soy una mujer con suerte, conozco a uno, es más, tengo el honor de
tenerlo bastante cerca y no os podéis ni imaginar lo que supone ser escuchado
por un excelente escuchador: cómo despliega naturalmente sus dotes, se centra
en ti, puesto que no le interesa contarte su experiencia al respecto, ni darte
consejos, que seguro tú no le has pedido, te incita a seguir, te hace preguntas
pertinentes que siguen tu ritmo o que te plantean otra mirada. Y todo ello, sin
necesidad de sacar la tarjeta de crédito que últimamente está algo escuálida.
Miedo me da preguntarle cómo lo hace, no vaya a ser que se sienta amenazado y
se esconda en un paraje de difícil acceso, hay mucho cazador furtivo suelto por
el mundo, por eso mantendré su identidad en el anonimato.
La otra especie amenazada es Los Oradores, que no hay que confundir
con los charlatanes, verborreicos, vomitadores del lenguaje, manipuladores y
adoctrinadores de distinto pelaje. Ellos no te seducen, o te engañan con
triquiñuelas lingüísticas, sencillamente te fascinan con su conversación, te
animan, te hacen reír, te conmueven, te conciencian o te sosiegan.
Y, como la suerte sigue
acompañándome, también conozco uno en estado natural. Cuando le escucho es como
si me sentara en una mecedora y me balanceara a un ritmo cadencioso, nunca
soporífero, nunca me aburre su convencional cotidianeidad, me pierdo en los
detalles, en su cadencia, en su tono, en su olor, en ese breve tacto de su mano
y podrían pasar horas, y horas estaría escuchando, no sé si como una gran escuchadora, pero sí como una oyente
entregada.
Este lunes, el destino casi hace
un milagro, que estos dos individuos representantes de esas especies en peligro
de extinción se encontrasen cara a cara. Por escasos minutos no sucedió, y
ambos tomaron caminos opuestos. Una lástima, porque podría haber sido una
experiencia única que creo nunca se repetirá delante de mis ojos.
Sin embargo esto me ha hecho
tomar conciencia de la importancia de proteger a cuanto individuo de estas
especies encuentre a mi paso, valorar a las dos joyas que tengo la fortuna de
conocer y hacerlas valer delante de otros (cuidándome de los furtivos).
Mientras, entraré en alguna de las granjas de cría en cautividad para
adquirir las habilidades básicas, aquellas que más encajen con mis dotes
naturales. Pasado un tiempo, lo mismo formo parte de una, pequeña pero
creciente, población de individuos pertenecientes a una especie protegida.