Mi amiga Hortensia dice que la
próxima vez que vaya a la frutería, cosa que pocas veces hace, ya que tiene un
Queridísimo encargado de la tarea, va a cambiar la lista de la compra por una
estrategia distinta.
Imaginemos por un momento que
frente a frente con el frutero, un hombre cordial y simpaticón donde los haya,
me planto y en vez de contestarle directamente a su pregunta, “¿Qué te pongo?”,
empiezo a lanzarle sutiles mensajes sobre mis problemas digestivos, “que si
últimamente tengo cierta tendencia a la acidez de estómago”, “que si no hago
bien las digestiones”, “que unas veces ando algo estreñida y unos días más
tarde el arroz blanco es mi única comida”, o utilizo los globos sonda sobre la
economía doméstica, o una queja en toda regla: “no consigo que los niños coman
fruta ni a tiros”. Tras los primeros minutos de confusión, mi frutero, al
margen de pensar que me habría desquiciado (¡pobrecilla!), insistiría en la
pregunta: “Pero ¿qué te pongo?”. Yo, por mi parte, podría pensar que es más que
evidente, después de tantos años que me conoce y de toda la información que le
he dado, tendría que haberle quedado claro que lo que quiero es: un par de
manzanas, un par de peras, un manojo de acelgas, medio de judías verdes y
cuatro plátanos, aunque esta vez voy a pasar de las mandarinas (por aquello de
los ácidos) y de todos aquellos productos fuera de temporada que estarán
carísimos.
Esta situación resulta chocante,
pero no lo es tanto si sustituimos “la cesta de la compra” por peticiones más
personales: qué quiero, qué necesito, qué espero de ti, qué esperas de mi, por
qué me has dicho o hecho tal o cuál cosa o has omitido, cómo puedo ayudarte o
ayudarme, cómo me siento, cómo te sientes. Con todas estas cuestiones pretendemos
que los demás estén al tanto de los más mínimos detalles, un gesto, un bufido,
una palabra fuera de contexto o un silencio “relevante”. Cuando nos damos
cuenta que nada de esto surte el efecto deseado, es decir que el otro (que
ciertamente nos conoce demasiado), no reacciona, pasamos a elaborar una
historia paralela sobre los motivos, la aderezamos convenientemente con
explicaciones, añadimos más y más detalles y nuestro enfado sube enteros por
momentos. Incluso podemos llegar a barajar la remota posibilidad de que el otro
(haciendo gala de una torpeza sin límites, ya que nuestra información, aunque
sutil era clarísima) no se haya enterado de la misa la mitad, pero nunca, nunca
emitimos una petición. Todo esto saldrá tarde o temprano, con la excusa de algún
enfado como reproche ácido y envenenado.
Yo en esto, aunque quiero
fervientemente mejorar, tengo que reconocer que tengo algún que otro
pensamiento mágico al respecto. Pienso que con la fuerza de mi mente conseguiré
que los demás hagan algo que, por otra parte para mi es obvio, pero me olvido
de pedirlo abiertamente.
Me pasa siempre que dejo la ropa
tendida. Sé que saldré tarde, volveré cansada y lo que menos me apetece es
recoger la ropa del tendedero, entonces, me concentro, pienso, pienso y pienso,
transmito la información, a través de canales etéreos, a los que están en casa
para que se les encienda la bombilla, abran la ventana de la cocina, vean todas
las cuerdas plagaditas de ropa ya seca y la recojan “convenientemente”
(faltaría más). Y siempre, siempre me pasa lo mismo, llego esperanzada y “me
cojo un rebote del quince” cuando lo que yo “transmití” mentalmente, no ha
pasado. Me enfurruño, empiezo a rezongar por las esquinas y no paro de pensar
que son todos unos desconsiderados conmigo (¡con todo lo que yo hago por
ellos!), y como alguno me pregunte…ja….¡vaya chorreo que se lleva!, y ¡vaya cara de pasmo y de incredulidad que
se le queda!.
Con lo fácil que hubiese sido
haber pedido claramente que lo hiciesen, sin más, sin malos humos, sin necesidad
de enfados, sin crear guiones ni tramas alternativas, ni interpretar lo que no
es.
Es injusto, y nada beneficioso
para nosotros esperar que los que nos conocen, que los que nos quieren, nos
adivinen.
Hacer una petición es un acto
valiente, maduro y arriesgado, nos exponemos no sólo a escuchar lo que no
queremos, a que se nieguen a nuestra petición, sino que brindamos la
oportunidad al otro de que se “retrate”, pero merece la pena si preferimos la
claridad y no la confusión, si queremos saber para construir y no elucubrar
para sufrir, si queremos confiar u optamos por la suspicacia.
Hoy no he puesto la lavadora,
mañana, si voy a llegar tarde, haré mi petición.