Mi amiga Hortensia dice que un
día llegó a este país algo llamado culebrón, un serial que nosotros teníamos en
la radio, pero en formato televisivo con acentos sabrosos, con nombres
compuestos y con tramas que eran tan evidentes desde el principio que se
adivinaba el final, pero con nudos tan intrincados como los de los buenos
marineros…y los españolitos, nos enganchamos a ellos con pasión.
Unos años más tarde nos
sorprendió otro formato, el reality, y esto sí que era una auténtica revolución
en nuestras vidas, ya que se trataba de fisgar sin pudor a otros en su devenir
diario, siguiendo sus pasos minuto a minuto, vidas cotidianas o vidas aisladas
en un ambiente de pseudo-laboratorio. Se sustituyó el vaso en la pared, y la
creatividad de imaginarse qué es lo que estaba pasando en casa del vecino, por
la patente realidad de las miserias humanas, y esto siendo testigo, millones de
hogares en todo el país. ¡Vaya, un exitazo de la cadena!. Y se crearon nuevos
dioses, tan imperfectos como el resto de los mortales, si cabe, más imperfectos
que el más imperfecto de los mortales, ya que cuanto más zafios, groseros,
ignorantes, maleducados, grotescos y escandalosos eran, más valían como dioses
de este universo tan “real” como la vida misma.
Renovarse o morir, los realities,
también han ido cambiando con el tiempo, hemos pasado de una realidad de
laboratorio en la que surgen de manera casi natural toda clase de percances, a
un amaño, metiendo individuos con consignas muy específicas sobre cómo deben
comportarse. O aquellos que se nutren de los famosillos con falta de “cash”
para que se saquen los ojos o se envuelvan en escarceos amorosos, así sus
parejas, fuera, tienen que ir a las tertulias post-capítulo para ser
vilipendiados por tertulianos, que, a su vez, han salido de otros realities. En
definitiva, un negocio redondo, porque se nutre así mismo de carnaza
ininterrumpidamente.
Y luego están los talent-show,
que son realities, pero en los que los participantes tienen que desarrollar una
habilidad: cantar, bailar, pero sin despistarse, entre gala y gala, de los
momentos de casa, cama, riñas, ducha…
En estos programas, los
americanos, quiero decir, los estadounidenses, nos llevan una gran ventaja,
ellos tienen mil y una variedad: los que transforman a una persona en otra bien
distinta, tras varias operaciones de cirugía, visitas al dentista, maquillaje,
peluquería, guardarropa; los que acuden a la llamada de un negocio que está en
las últimas para que un experto lo levante.
Hay aquí dos que me “encantan”,
el de la peluquera que parece una policía de la antigua Alemania Democrática,
eso sí, con un estilazo bárbaro, pero que da miedo sólo verla aparecer. Esta
señora, llamada Tábata, llega a la peluquería, mejor dicho, al salón de
belleza, a punto de quebrar, y pone a todo el mundo firme, empezando por el
dueño y terminando con el último empleado del negocio, y no se anda con medias
tintas, al final consigue que el negocio florezca de nuevo, si le hacen caso,
si no, se viene abajo como era de esperar.
El otro, que tiene el mismo
formato, lo encabeza un cocinero, y transforma el restaurante y al chef de
turno, si se deja, claro que durante todo el programa le ha dado su ración de
palo y tente tieso, poniéndole verde a cada instante….por su bien, para que
reaccione.
Y hay otros encantadores, los de
las novias en busca de los trajes de boda de sus sueños, ¡lo que sufren las
pobres mías!, porque la mayoría tienen un peso considerable y eligen vestiditos
de Barbie.
Pues puestos a cotillear, llamadme
antigua, pero prefiero el vaso en la pared y la imaginación, elucubrar e
inventar lo que se estaba cociendo al otro lado del tabique, supone utilizar
más el cerebro, no expandir el cotilleo hasta límites universales y un esfuerzo
considerable.
Sin embargo ahora, meterse en la
vida ajena, la de personas a las que no conocemos de nada, y nada nos importan,
eso se logra, apretando un botón.