Mi amiga Hortensia dice que la
muerte forma parte de la vida querámoslo o no, es una verdad indiscutible,
quizá una de las pocas que existen, aunque nosotros, simples mortales, finitos
en el tiempo, nos empeñemos tozudamente en obviarlo.
Hace unos meses, cuando murió mi
amiga Virginia, tuve una conversación con Mayte, una de esas que de tan
sencilla y aparentemente poco trascendente, me hizo reflexionar largo y tendido
sobre cuánto tiempo invertimos en preparar ciertos acontecimientos y otros los
dejamos sin cerrar. Casi, y sin casi, en los peores instantes de tu vida,
cuando el dolor, la pena y la ofuscación mental te envuelve toda, tienes que
empezar a decidir cuestiones materiales: qué, cuándo, cómo y de qué
manera quieres despedir a tu difunto. No sólo eso, debes tener en cuenta que
los motivos del certificado de defunción sean indiscutibles, no vaya a ser que
el forense sospeche, o los papeles oficiales que tendrás que recibir para acto
seguido empezar con tu particular vía
crucis burocrático.
Al final de todo ello, Mayte y yo
convinimos que ciertas cuestiones deberían formar parte de nuestra preparación
vital, por morboso que parezca, no sólo el testamento, sino qué queremos que
hagan con nosotros cuando nosotros ya no somos nada de nada, como último acto
de altruismo al que se queda, aunque ciertas cuestiones siempre serán
inevitables.
Heme aquí, ni dos horas han
pasado desde que ha muerto mi padre y estoy en un cuchitril aguantando como
puedo las explicaciones sobre las distintas opciones que tengo en cuanto a
ataúdes, tanatorios, urnas, crematorios, coronas y como no, las tarifas
reducidas que pueden aplicarme si se llevan a mi progenitor (lo que queda de
él) a El Escorial o a Tres Cantos (esta última opción podemos verla mediante
circuito cerrado, tipo Super Bowl, incluso puedo, si quiero, asegurarme de que
es a mi padre a quien meten en el horno crematorio, para que no haya
malentendidos). Eso sí, no paran de darme sus condolencias, pero no me enfado
por ello, esto al fin de al cabo es un negocio y ellos hacen su trabajo, no hay
nada que reprochar.
En el tanatorio estoy a gusto,
faltaría más después del mal trago, y me pasan unos arbolitos para el recuerdo
para que los plante y un libro escrito por un hermano carmelita, que me llevo,
sospecho que me hablará de la eternidad, pero nunca se sabe, estoy pendiente de
leerlo.
Todo sale a pedir de boca,
incluso tenemos catering y pañuelos de papel para aburrir, por cierto que me
han irritado la nariz y llevo dos días dándome vaselina para no despellejarme
viva.
Estoy en duelo, en paz conmigo
misma, porque afortunada fui, tuve la oportunidad de pasar dieciséis días para
dejar casi todo hecho y dicho con mi padre.
No me he hecho la pregunta
maldita ¿Por qué?, no la he necesitado, y además hace tiempo que supe la
respuesta, y eso reconforta.
No estoy enfada con el mundo,
solo triste y le añoro cada segundo.
Espero que cuando esta pena negra
deje de envolverme, lo que sucederá con el tiempo, este mismo tiempo me
devuelva a mi padre, para que me acompañe y se haga eterno como se merece.
Aún así, quiero ser consecuente y
me voy a poner a dar instrucciones sobre qué quiero que hagan conmigo, a mi no
es que me vaya a importar mucho, pero quiero ahorrar a los que se queden algún
mal trago que otro, no estoy muy segura que se pueda, que el negocio esté
preparado para que los vivos elijan antes.
Ahí puede haber un filón, una
nueva idea para desarrollar en el futuro.