Mi amiga Hortensia dice que hace
unas semanas hizo un viaje y nunca pensó que la compañía aérea fuera
determinante para que tuviese una experiencia sorprendente.
Hacía tiempo que no montaba en un
avión a través de las escalerillas de siempre, estaba ya acostumbrada a los
pasillos, fingers creo que se llaman,
que parecen una brecha espacio-temporal, porque te trasladan de tierra firme al
pájaro volador. Como en esta compañía se paga por todo, por facturar, por
respirar más de la cuenta y por elegir asiento, mi amiga y yo nos tuvimos que
conformar con ir separadas. A mi me tocó en suerte a un compañero que ni se
inmutó para dejarme pasar, lo cual hizo que tuviese que desplegar mis dotes de
gimnasta de élite, y a otro que estaba ocupadísimo con el teléfono móvil.
Se
respiraba “colegueo” nada más subir al
avión, y supuse que eso nos incluía también a los pasajeros, por lo que intenté
pegar la hebra con el de la derecha (el otro ya estaba dormido o disimulando
para no ser molestado), sobre lo “cómodos” que estábamos allí, tan espaciosos,
con asiento y todo, con lo fácil que hubiera sido habernos puesto unos
palitroques para ir subidos como en un gallinero, a lo que el otro me
respondió: “todo se andará” y fin de la conversación.
Sin embargo la incomodidad se
combate con optimismo y buen rollo, eso que no falte, siempre que sea natural y
no por mandato corporativo, y además, ¡es gratis!.
La tripulación se presentó,
nombre de pila, posición en cabina, pero estaba despistada y los nombres no son
mi fuerte. Antes de salir hacia la pista, el comandante de la aeronave y piloto
del avión, Francisco Nosecuantitos, volvió a presentarse, a él mismo y a todos
los que le acompañaban (alguien le debió soplar que se me habían olvidado los
nombres), se disculpó por el retraso que llevábamos y se vio en la obligación
de darnos una explicación, una explicación extensa, rica en detalles: la
escalerilla (por eso ya no se utiliza tanto, trae muchos problemas) tiene unos
mecanismos muy delicados a los que afectan, y mucho, las bajas temperaturas que
estaba haciendo estas últimas noches en Madrid, los engranajes de acoplamiento
a las puertas no funcionaban correctamente por lo que llamaron al técnico que
tuvo que….ahí ya desconecté, me parecía excesivo.
Tengo que reconocer que el ser
humano es un inconformista, si le dan pocas explicaciones, malo, y si se las
dan en exceso, también.
Pero el piloto seguía con su
verborrea, no sólo ya habían solucionado el intrincado problema técnico
escaleril, sino que, debido a unas condiciones meteorológicas en altura muy
favorables, y un viento que se las pelaba, íbamos a propulsarnos, ganando
velocidad y recuperando el tiempo perdido. Le agradecí que no entrase en
detalle sobre fórmulas y coeficientes de rozamiento.
Despegamos, por fin, tras las
consabidas instrucciones por si nos pegábamos un cebollazo en pleno vuelo.
Parecía que todo iba a transcurrir plácidamente, por eso me dispuse a dejarme
mecer por el sopor y dormitar un poco, dado por otra parte, que el de delante
había echado hacía atrás el respaldo y estaba yo como una calcomanía en el mío.
Vana esperanza la mía, cuando la voz de nuestro comandante y piloto del avión,
Francisco Nosecuantitos, nos despierta, para indicarnos, los maravillosos
paisajes aéreos que estábamos sobrevolando. Estuve en un tris de despertar a la
“marmota” de mi izquierda para decirle a la azafata “MariPuri” (soy
incorregible para los nombres) que me dejase ir a la cabina para solazarme con
tan incomparable vista, ya que en la caja de zapatos en la que me encontraba no
podía ver ni Calatayud, ni el Moncayo nevado, ni nada de nada, o que fueran tan
amables de pasarme las diapositivas para poder recuperar esos momentos
inolvidables. Lo dejé pasar, no fuera a ser que me tacharan de pasajera “non
grata”.
Pero nuestro comandante y piloto
del avión, Francisco Nosecuantitos, era pertinaz, y diez minutos más tarde,
volvía otra vez a ponerse en contacto con nosotros para obsequiarnos con otra
de sus prolijas explicaciones, esta vez, sobre el mar (¡qué bonito!), la
maniobra de aproximación al aeropuerto (¡qué técnico y qué gratuito!) y las
nubes (muchas, pero no tantas???). Aquí, ya grité en silencio: “Por favor,
Francisco (ya teníamos una confianza), concentración, céntrate en dejar este
pájaro en el suelo, entero y déjate de hablar con el pasaje, te prometo que
luego quedamos, nos tomamos un café, hablamos de nuestras cosas y sacamos el
álbum de fotos”.
No sé si me oiría, pero me hizo
caso.
Cuando nos disponíamos a abandonar el avión, ahí estaba él, radiante,
sonriente, tan efusivo en su despedida que me hizo pensar que me plantaría dos
besos en las mejillas, pero no, solo nos deseo que hubiésemos tenido un Feliz Vueling….