Mi amiga Hortensia dice que si
Descartes hubiese vivido hoy en día no escribiría eso de Cogito ergo sum, o lo que es lo mismo, Pienso luego existo, más bien habría escrito algo parecido a esto, Me quejo luego existo (disculpad que no
lo ponga en latín ya que lo tengo un poco oxidado).
La queja es el deporte nacional,
o el internacional (aunque no sé si es algo que traspasa nuestras fronteras), y
cuanto más improductiva mejor.
Hace unas semanas dos señoras en
el autobús iban hablando de cuánto tiempo hacían que no salían juntas, a lo que
una de ellas respondió: “si es que no puedo moverme de casa, con el dichoso
perro….” Acto seguido empezó a bombardearle a su amiga con un repertorio de
quejas sobre todo el trabajo, dinero y molestias generadas por el animalico,
que era un amor de can, pero que entre las enfermedades, la comida que tragaba,
y que no les permitía disponer de su tiempo libre, ni irse de vacaciones donde
querían porque no admitían perros de semejante envergadura, su vida, en
definitiva, se resumía a una monótona y aburrida rutina. Y para rematar la
perorata culminó con un “¡¡quién me mandaría a mí regalarle un perro a mi hijo!!”.
Su amiga…y yo, pero a mí no me
preguntaron, lo tuvo claro en ese mismo instante: “Dile a tu hijo (un joven ya
hecho y derecho) que se encargue del perro”, a lo cual la quejosa mujer le
respondió: “Ya, pero no es tan fácil, porque a mi lo que me gustaría es no
tener que pedírselo, sino que saliera de él”.
Entonces me imaginé por un momento
cómo podrían haber sucedido las cosas en esa familia. Después de que el niño
estuviera dando la paliza durante días, semanas o meses a sus tiernos
progenitores lanzándoles mensajes machacones cual tortura china, como “cómprame
un perro” o “todos mis amigos tiene perro” o “a Daniel sus padres le han
regalado un perro por su cumpleaños” , papá y mamá, a punto de cortarse las
venas, le compraron el perro al niño, eso sí sin mirar mucho la raza del
susodicho animal, y sin tener en cuenta que algún día crecería y se convertiría
en el mastodonte que hoy día era.
Jamás el niño se responsabilizó
del cuidado del perro, a las pruebas me remito, ni de hacerse cargo de su
custodia cuando creció, el niño, no el perro, porque por lo que seguía contando
la madre a la amiga, el muchacho viajaba por todo el mundo y disfrutaba de la
vida que era un primor, mientras que los padres se hacían cargo del perrazo
como si fuese ya una más de sus infinitas responsabilidades y tareas.
La madre abducida por un
pensamiento mágico tan grande como ella (o el perro), piensa en este instante,
de camino a su casa en el autobús, que por arte de birli birloque su hijo, al que no le han enseñado a hacerse
responsable de su mascota, sea ahora responsable de ella y, sin saberlo él, se
le encienda una luz en su cabeza que le advierta de que debe quedarse con él
mientras sus padres disfrutan de unas merecidas vacaciones y todo esto sin que
medie ni una sola palabra.
Lástima que no sepa dónde vive
esta mujer, porque si consigue esto, puedo asegurar que tiene algún poder
paranormal que le permite poner pensamientos en la cabeza de otros con su sola
fuerza de voluntad.
La buena señora ni está dispuesta
a poner encima de la mesa la situación que provoca su queja, ni a pedir a su
hijo que se haga cargo de dicha situación a partir de ahora, por lo que sigue
quejándose infructuosamente, sin hacer nada para cambiarlo.
Cada día, nos quejamos por cosas
que no estamos dispuestos a cambiar, porque no nos merece la pena, porque
tenemos miedo, porque nos compensa de alguna manera ya que ser víctima tiene
sus beneficios, porque no sabemos, porque es un mal hábito que hemos aprendido,
porque estar satisfechos puede confundirse con ser conformistas. Sin embargo,
la queja constante pasa tarde o temprano su factura, nos aleja cada vez un poco
más de los demás, de todos, incluso de los que más queremos.
Así que volvamos de nuevo al
principio, a Descartes y revisemos de nuevo su frase, porque si hubiese vivido
en esta época, probablemente habría escrito algo más parecido a Me quejo luego cambio.