Mi amiga Hortensia dice que desconoce
si es una característica patria, un rasgo cultural o está en nuestro ADN esto
de, después de reconocer el error cometido en un sentido, lanzarnos sin más
hacia la tendencia opuesta, para compensar, debe ser, todo el mal que hemos
hecho, como si de un péndulo se tratase.
Después de un largo, larguísimo
periodo de desidia por el control de la gestión pública, de un clarísimo
desinterés por lo que hacían o deshacían esos a los que habíamos votado cada 4
años, nos hemos echado a la calle para pedir explicaciones y para no dejar que
mermen (aún más) lo conseguido. Y en un movimiento pendular sin parangón, ahora
examinamos con lupa todo lo que hacen, al milímetro, no me extraña que se
sientan algo fiscalizados, incómodos e incluso molestos, después de tanto
tiempo con “la faja suelta”. A mi juicio, ni tanto, ni tan calvo, la
responsabilidad va más allá de la papeleta de la urna, pero no tanto como para
mirar el iris de cualquiera y ser suspicaz hasta con el jilguero del vecino.
Algo parecido está pasando en el
instituto de mis hijos desde hace un año.
Alertados por una creciente
tendencia al motín del alumnado (de algunos, no de todos), de la actitud
desafiante, provocadora e incluso beligerante de nuestros benjamines, y de la
falta de compromiso, la complacencia o la defensa acérrima de algunos padres de
estos comportamientos, han optado, en un perfecto movimiento pendular, por
aprobar ciertas medidas y de pertrecharse en algunas posturas incontestables
(algunos, no todos).
Parece ser que hemos pasado de El Imperio
del Alumno Camorrista a La Venganza de Don Maestro.
Lo primero fue ponernos a todos
en el mismo saco, los alumnos alborotadores y los que no, los padres que
consentían y los que no.
Lo segundo fue, desposeernos a
nosotros (los padres) de criterio, pasamos a ser sujetos poco confiables y
“sospechosos”: sospechosos de ser blandengues, sospechosos de hacer la vista
gorda con ciertos deslices, sospechosos de encubrir, sospechosos por explicar,
ya que todo eran disculpas o excusas. Hasta tal punto, poco fiables que
nuestros justificantes de ausencia son papel mojado según para quien.
Lo tercero es utilizar, casi como
único elemento disciplinario el “parte” (en sus dos versiones, leve y grave),
casi para cualquier cosa que pase en el aula, desde el chirriar de una silla,
hasta escupir.
Lo cuarto, ser completa y
absolutamente impermeable al diálogo.
Si la imagen de un chicuelo
amedrentando a un profesor me desgarra por dentro, esta situación tampoco me
parece muy alentadora. La disciplina, la observación de las normas, el cuidado
de la convivencia, no lleva aparejada la intransigencia, ni la arbitrariedad, ni
el autoritarismo, es más es, como quien dice, contrario a todo ello.
¿Qué le están enseñando a mis
hijos? Que da igual la edad que se tenga, que se pueden tener 14 o 40 años, la
fuerza es lo que vale. Lo mismo que querían neutralizar de ciertos alumnos
(matizado eso sí por los años, la experiencia y por un control de los impulsos)
es “remedio” al problema.
Ni todos los alumnos son
contestones, retadores, pendencieros y alborotadores.
Ni a todos los padres nos da
igual si lo son o no.
Ni todos los profesores se ponen
la armadura y salen a combatir al “enemigo”, afortunadamente.
La relación alumno-profesor nunca
será (igual que la de padre e hijo) simétrica, lo cual no quiere decir que no
contenga elementos tan necesarios, básicos y valiosos como el respeto, la
corrección, la confianza, el compromiso y el apoyo.
A ver si se le acaba la pila al
reloj y el péndulo se queda quieto en el centro, equidistante entre extremos
tan peligrosos.